Cuando era pequeño me daba miedo la oscuridad.
La infancia es la época de los enigmas, de las historias de fantasmas y monstruos que se esconden tras el velo de nuestra imaginación.
Por la noche, a la hora de acostarme, todo lo que durante el día me era familiar se tornaba sobrenatural y hacía que me rindiese a lo que acechaba. No hay nada más sobrecogedor que mirar en la oscuridad.
Soñaba con hacerme mayor y, ahora que ya lo soy, y bastante, vuelvo la vista atrás para asomarme a esos temores nocturnos. Lo que de niño me resultaba inquietante ahora me parece bello.
Entiendo que la oscuridad es la condición indispensable para apreciar la singular belleza de las sombras. Allí donde la ligera luz alumbra aparecen esas sombras, y donde la luz no alumbra, alumbran las sombras.